domingo, 19 de septiembre de 2010

Los límites en la educación de los niños

En el mundo actual parecería que ya no hay necesidad de ponerle límites a los niños y a los adolescentes. Nos hemos olvidado de las normas de conducta y las reglas, que van modelando la personalidad de nuestros hijos. Todo está permitido y todo es posible. El adulto se aparece como un ser anciano y decrépito del que cualquier joven puede mofarse. Las faltas de respeto y los atropellos a su dignidad son la nueva ola, en donde la honestidad y la consideración por la dignidad de cada individuo ha claudicado. Las groserías están a la orden del día y cualquier conducta puede ser aprobada, sin importar cuanto afecta a la moral. Todo parece impune y cualquier acto debe ser aprobado. Celebramos cuando los jóvenes son irrespetuosos, irónicos y crueles, como si esas fueran condiciones indispensables para vivir en sociedad. Pero ya es hora de poner algún límite y de enseñarle a los niños a respetar algunas normas básicas.
No es cuestión de palabras ni de largos sermones, sino de aclarar el conflicto o el error que cometen de manera contundente. Nuestra corrección deben ser adecuada a la falta cometida e inmediata a la situación incorrecta. Una sanción elaborada a destiempo, pierde su eficiencia. Es importante tener en cuenta al niño como persona que debe ser corregida y no como una víctima de nuestra furia. Manejar el enojo y mantener la calma frente al descontrol de los niños es un arte que se aprende con mucho tiempo. Hay que aprender a mantener la calma y ser firme, con nuestras sanciones. Por ello, no hay que atacar al niño o adolescente, sino solamente señalar el problema y su actitud equivocada.
Es cierto que a veces, los niños pueden ser crueles y encontrar las zonas vulnerables de los adultos. Por ello es importante la firmeza y la corrección, por medio de las normas que establecemos con los niños. Ellas son el fruto de constantes acuerdos y discusiones. Pero por sobre todas las cosas, nunca debemos olvidar que son los adultos quienes las orientan.
Por Natalia Calderón Astorga.

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